Fui por ese café gratuito, el que Starbucks me ofreció vía 
mail como parte de su programa “Starbucks rewards”. Hace mucho que no 
consumo ahí, y cuando me veo en la “necesidad”, no uso su tarjeta (hay 
que cargarle efectivo). Me llevé un libro. Lo del café gratis lo sabía 
desde la semana pasada pero hoy, después de tres días de nublados y 
fresco, salió el sol. El plan se tejió solo, hasta me presentó un 
Starbucks cercano, frente a un parque con fuente en la Roma Norte. Quise
 sentarme en las mesas exteriores, y lo hice, pero pronto me ahuyentó la
 gente. A mí derecha, un hombre de saco y camisa a rayas que desagradaba
 sin tener que abrir la boca. Así de clara era su impaciencia con el 
exterior. Su molestia hecha celular, una cajetilla de Marlboro, el 
resoplido al exhalar tabaco. A la izquierda podía escuchar la 
conversación de una intrigosa. Una mujer obesa de mediana edad 
envenenando los oídos de un hombre unos cuantos años más joven que ella.
 No era amanerado. Bueno, su peinado sí. No alcanzaba a escuchar todo. 
Este Starbucks está en una esquina (como tantos otros Starbucks). El 
ruido de los coches y el tono de confidencia que utilizaba la mujer 
superaban mi capacidad auditiva. Nada detestable, por cierto. “¿Te das 
cuenta?” –le preguntaba al del peinado amanerado- “Es una forma muy 
sutil de decir que no piensas…” (*coches, claxon*) (…) “Nada es lógico. 
Nada es obvio.” En este momento hizo una pausa para comer tejas de 
almendra, un paquete de galletas que compartía con su interlocutor. Este
 acto llamó mi atención: es importante compartir la comida con quien se 
intriga, pasársela bien de alguna forma. “Yo no creo que mañana, si le 
digo que…” (*inaudible*) Mientras ella hablaba, el chico parecía no 
tomarse muy en serio sus palabras. Su cara indicaba que no le creía del 
todo, la veía como quien mira alguien a quien cree que exagera. Pero 
cuando fue su turno de hablar, de cantar la historia desde su propios 
ojos, en hacerle creer a ella que estaban en el mismo bando se empezó a 
escuchar coherente. Sí, eran parte del mismo bando; cada quien con sus 
motivos muy personales y que no compartían pero confrontados por el 
mismo enemigo, el jefe de oficina.
En las manos tenía el libro que acaba de publicar Stefan, El discreto encanto de la modernidad (me parece un título muy bello para el texto que completa la portada: ideologías contemporáneas y su crítica).
 Así es Stefan. Apenas había leído la primer frase y ya me había 
atrapado, qué manera de mostrar el abismo, sin titubeos, con el primer 
enunciado; cuando, una mujer me llamó: “te echo las cartas, te leo la 
mano”. La miré a los ojos, y de todas formas negué de inmediato con la 
cabeza. Ella no gastó ni un gesto más en mí y ofreció sus servicios al 
aire, entre el tipo desagradable y una pareja que ocupaba la siguiente 
mesa. Me pregunté, ¿qué clase de persona pasa ofreciendo leer la mano? 
¿Cómo vive, qué come? Pensé en sus ojos claros, no los vi más de dos 
segundos, pero los vi directo. Con albedrío. Eran claros, entre el olivo
 y la miel. No era una mujer fea; mayor, pero delgada y de tez suave. De
 inmediato sentí que aunque no tuviera el don que promete quien lee las 
manos, tal vez, sí creyera tener cierta habilidad, y con eso basta para 
tener una conversación medianamente valiosa. Quise alcanzarla. Me 
levanté lo más rápido posible, aún así ya iba lejos, cruzando el parque.
 Era rápida como un balón pateado. Un balón a medio inflar. Yo no iba a 
correr. Que no se me malinterprete, no estoy hablando únicamente de 
correr, sino de correr para entregar mi dinero en una transacción 
ambigua y con el libro de Stefan en las manos, una conversación seguro 
brillante. Ya que me había levantado pudo recordar cuál era el motivo 
original, el más puro, del por qué me encontraba en el Starbucks con un 
frappuchino cajeta, el libro de Stefan en las manos, escuchando 
conversaciones ajenas y espiando personas: porque hoy salió el sol.
Me senté en la banca en la que nadie había, precisamente porque el 
sol daba de lleno. Eran las 3:30 pm. Una camiseta de algodón de manga 
corta no me protegía del viento fresco ni de la humedad en la sombra de 
los árboles (el clima en días pasados, las lluvias y el fresco no se 
olvidan con medio día de sol), tenía las manos frías y la piel de los 
brazos erizada. Muy pronto vino el alivio. ¡Cuánto me gusta sentir los 
rayos del sol en la piel! Y si además la piel está fría, es como un baño
 tibio al aire libre. Mi primer recuerdo es así: vivíamos en Aguazul -un
 pequeño poblado delante de Apaseo el Alto-, al centro de la casa había 
un jardín con el tamaño suficiente para albergar unos tres árboles de 
aguacate, seis o siete de níspero, un perímetro de rosales y una 
sombrilla. Mi mamá ponía una tina de plástico rosa con agua tibia y me 
bañaba ahí, en el pastito. Hace poco, conversando con ella, le dije que 
recordaba cuando me bañaba en el jardín de la casa de Aguazul. Lo que 
veo es un cielo muy azul con nubes blancas (de las esponjositas), la 
tina rosa chicle y a “Topo”, el perrillo gruñón que años después me 
mordió la mano. Mi mamá se sorprendió: “Esa era tu tina de bebé, no 
tendrías ni dos años.” Entonces lo entendí. Lo que enferma mi piel es no
 tener suficiente sol. El año pasado, en lo que considero un momento 
estresante en mi vida, tuve un brote de soriasis. Era una pequeña mancha
 en el abdomen, no mayor a una moneda de diez centavos, y otra, de un 
peso, en el costado. Me dijeron que no había cura; más bien, que la 
medicina no era efectiva en estos casos. Lo mejor era tratar de 
relajarse y probar con algún homeópata. Eventualmente se me quitó. 
Desapareció con el tiempo, pero le llevó meses. Me preocupaba que no 
sanara, que pudiera ser una mala señal de mi estado de ánimo. Llegué a 
soñar que todo el cuerpo se me llenaba de soriasis. Pero un día, como la
 llegada de la primavera, desapareció. Por eso digo que lo entendí. 
Ahora todo cuadra. Hace una semana tuve otro ataque en la piel, unas 
ronchitas casi invisibles en los brazos pero que me daban comezón. La 
temporada de lluvias me dejó débil. Me gusta la lluvia. Pero tanta 
lluvia marchita mi carácter alegre, mi carácter que camina y se echa a 
dormir y a leer en el pasto. En general, pienso que el clima de la 
Ciudad de México nos mantiene sanos. Es variado. El año pasado, cuando 
me enfermé de la piel, fue en estas mismas fechas. Y en noviembre, en 
Japón, tuve tregua porque aunque allá hacía mucho frío, me mantuve 
activa y cada que pude me senté a tomar el sol y ver el paisaje. Lástima
 que no pude seguir tomando el sol cuando volví a México.
El sol es mi padre.
Es bueno ser hijo de madres no tan jóvenes al momento de parir.
Finalmente, de regreso a casa tuve un descubrimiento más. Cuando uno 
está asombrado, se olvida de respirar. Por eso el olfato se guarda como 
un sentido para la vejez, que no se deteriora o que se fortalece cuando 
la vista y el oído han fallado. Mi caminata fue muy veloz, mientras leía
 en la banca y tomaba todo el sol que podía (ahora sé que así me 
terminaré de curar por completo), una mujer me vendió una planta (mi 
primer planta en la vida, se llama “De Sol y De Sombra”), al tener que 
cargar con ella, lo mejor era caminar rápido, era incómoda de llevar y 
algo pesada. Recordé el yoga: “respira profundo, desde el ombligo”. 
Respirar profundo trae a nuestra mente los pensamientos del olfato, 
integra el mundo de los olores a la percepción. Evitar respirar profundo
 es una forma de cerrarse a la vida. Hoy, desde hace rato, haré 
consciencia una y otra vez de abrir bien la nariz, de enfocarla con 
valor.