M. inclinó su rostro hacia el de K. Lentamente. Desde que pudo
percibir la temperatura de sus labios hasta que sintió el roce de su
piel, la respiración acompasada y profunda de ambos se entrelazó en tres
ocasiones. No hizo más, no podía. Sólo descansó su boca en la boca de
él por un largo tiempo. Así fue como M. besó a K. Llena de un profundo
placer. Quietecita.
Después K. besó a M.
Lo hizo de tantas formas. Formas nuevas, desconocidas e irrepetibles.
Nuevas. Una primera ronda seguida de otra más larga aún, seguida de
otra bien ordenada, de otra bien probada en la que cabía una serie más,
cada una diferente de la anterior. Como una niña sorprendida por la
abundancia que emanaba de sus besos -su lengua, la fuerza, la ausencia
de ésta, el ritmo, la inclinación de su rostro, la humedad- abrió los
ojos. Los labios también, la sonrisa.
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