viernes, 25 de octubre de 2013

OCTUBRE

Fui por ese café gratuito, el que Starbucks me ofreció vía mail como parte de su programa “Starbucks rewards”. Hace mucho que no consumo ahí, y cuando me veo en la “necesidad”, no uso su tarjeta (hay que cargarle efectivo). Me llevé un libro. Lo del café gratis lo sabía desde la semana pasada pero hoy, después de tres días de nublados y fresco, salió el sol. El plan se tejió solo, hasta me presentó un Starbucks cercano, frente a un parque con fuente en la Roma Norte. Quise sentarme en las mesas exteriores, y lo hice, pero pronto me ahuyentó la gente. A mí derecha, un hombre de saco y camisa a rayas que desagradaba sin tener que abrir la boca. Así de clara era su impaciencia con el exterior. Su molestia hecha celular, una cajetilla de Marlboro, el resoplido al exhalar tabaco. A la izquierda podía escuchar la conversación de una intrigosa. Una mujer obesa de mediana edad envenenando los oídos de un hombre unos cuantos años más joven que ella. No era amanerado. Bueno, su peinado sí. No alcanzaba a escuchar todo. Este Starbucks está en una esquina (como tantos otros Starbucks). El ruido de los coches y el tono de confidencia que utilizaba la mujer superaban mi capacidad auditiva. Nada detestable, por cierto. “¿Te das cuenta?” –le preguntaba al del peinado amanerado- “Es una forma muy sutil de decir que no piensas…” (*coches, claxon*) (…) “Nada es lógico. Nada es obvio.” En este momento hizo una pausa para comer tejas de almendra, un paquete de galletas que compartía con su interlocutor. Este acto llamó mi atención: es importante compartir la comida con quien se intriga, pasársela bien de alguna forma. “Yo no creo que mañana, si le digo que…” (*inaudible*) Mientras ella hablaba, el chico parecía no tomarse muy en serio sus palabras. Su cara indicaba que no le creía del todo, la veía como quien mira alguien a quien cree que exagera. Pero cuando fue su turno de hablar, de cantar la historia desde su propios ojos, en hacerle creer a ella que estaban en el mismo bando se empezó a escuchar coherente. Sí, eran parte del mismo bando; cada quien con sus motivos muy personales y que no compartían pero confrontados por el mismo enemigo, el jefe de oficina.

En las manos tenía el libro que acaba de publicar Stefan, El discreto encanto de la modernidad (me parece un título muy bello para el texto que completa la portada: ideologías contemporáneas y su crítica). Así es Stefan. Apenas había leído la primer frase y ya me había atrapado, qué manera de mostrar el abismo, sin titubeos, con el primer enunciado; cuando, una mujer me llamó: “te echo las cartas, te leo la mano”. La miré a los ojos, y de todas formas negué de inmediato con la cabeza. Ella no gastó ni un gesto más en mí y ofreció sus servicios al aire, entre el tipo desagradable y una pareja que ocupaba la siguiente mesa. Me pregunté, ¿qué clase de persona pasa ofreciendo leer la mano? ¿Cómo vive, qué come? Pensé en sus ojos claros, no los vi más de dos segundos, pero los vi directo. Con albedrío. Eran claros, entre el olivo y la miel. No era una mujer fea; mayor, pero delgada y de tez suave. De inmediato sentí que aunque no tuviera el don que promete quien lee las manos, tal vez, sí creyera tener cierta habilidad, y con eso basta para tener una conversación medianamente valiosa. Quise alcanzarla. Me levanté lo más rápido posible, aún así ya iba lejos, cruzando el parque. Era rápida como un balón pateado. Un balón a medio inflar. Yo no iba a correr. Que no se me malinterprete, no estoy hablando únicamente de correr, sino de correr para entregar mi dinero en una transacción ambigua y con el libro de Stefan en las manos, una conversación seguro brillante. Ya que me había levantado pudo recordar cuál era el motivo original, el más puro, del por qué me encontraba en el Starbucks con un frappuchino cajeta, el libro de Stefan en las manos, escuchando conversaciones ajenas y espiando personas: porque hoy salió el sol.

Me senté en la banca en la que nadie había, precisamente porque el sol daba de lleno. Eran las 3:30 pm. Una camiseta de algodón de manga corta no me protegía del viento fresco ni de la humedad en la sombra de los árboles (el clima en días pasados, las lluvias y el fresco no se olvidan con medio día de sol), tenía las manos frías y la piel de los brazos erizada. Muy pronto vino el alivio. ¡Cuánto me gusta sentir los rayos del sol en la piel! Y si además la piel está fría, es como un baño tibio al aire libre. Mi primer recuerdo es así: vivíamos en Aguazul -un pequeño poblado delante de Apaseo el Alto-, al centro de la casa había un jardín con el tamaño suficiente para albergar unos tres árboles de aguacate, seis o siete de níspero, un perímetro de rosales y una sombrilla. Mi mamá ponía una tina de plástico rosa con agua tibia y me bañaba ahí, en el pastito. Hace poco, conversando con ella, le dije que recordaba cuando me bañaba en el jardín de la casa de Aguazul. Lo que veo es un cielo muy azul con nubes blancas (de las esponjositas), la tina rosa chicle y a “Topo”, el perrillo gruñón que años después me mordió la mano. Mi mamá se sorprendió: “Esa era tu tina de bebé, no tendrías ni dos años.” Entonces lo entendí. Lo que enferma mi piel es no tener suficiente sol. El año pasado, en lo que considero un momento estresante en mi vida, tuve un brote de soriasis. Era una pequeña mancha en el abdomen, no mayor a una moneda de diez centavos, y otra, de un peso, en el costado. Me dijeron que no había cura; más bien, que la medicina no era efectiva en estos casos. Lo mejor era tratar de relajarse y probar con algún homeópata. Eventualmente se me quitó. Desapareció con el tiempo, pero le llevó meses. Me preocupaba que no sanara, que pudiera ser una mala señal de mi estado de ánimo. Llegué a soñar que todo el cuerpo se me llenaba de soriasis. Pero un día, como la llegada de la primavera, desapareció. Por eso digo que lo entendí. Ahora todo cuadra. Hace una semana tuve otro ataque en la piel, unas ronchitas casi invisibles en los brazos pero que me daban comezón. La temporada de lluvias me dejó débil. Me gusta la lluvia. Pero tanta lluvia marchita mi carácter alegre, mi carácter que camina y se echa a dormir y a leer en el pasto. En general, pienso que el clima de la Ciudad de México nos mantiene sanos. Es variado. El año pasado, cuando me enfermé de la piel, fue en estas mismas fechas. Y en noviembre, en Japón, tuve tregua porque aunque allá hacía mucho frío, me mantuve activa y cada que pude me senté a tomar el sol y ver el paisaje. Lástima que no pude seguir tomando el sol cuando volví a México.

El sol es mi padre.

Es bueno ser hijo de madres no tan jóvenes al momento de parir.

Finalmente, de regreso a casa tuve un descubrimiento más. Cuando uno está asombrado, se olvida de respirar. Por eso el olfato se guarda como un sentido para la vejez, que no se deteriora o que se fortalece cuando la vista y el oído han fallado. Mi caminata fue muy veloz, mientras leía en la banca y tomaba todo el sol que podía (ahora sé que así me terminaré de curar por completo), una mujer me vendió una planta (mi primer planta en la vida, se llama “De Sol y De Sombra”), al tener que cargar con ella, lo mejor era caminar rápido, era incómoda de llevar y algo pesada. Recordé el yoga: “respira profundo, desde el ombligo”. Respirar profundo trae a nuestra mente los pensamientos del olfato, integra el mundo de los olores a la percepción. Evitar respirar profundo es una forma de cerrarse a la vida. Hoy, desde hace rato, haré consciencia una y otra vez de abrir bien la nariz, de enfocarla con valor.

viernes, 4 de octubre de 2013

La importancia del sueño lúcido

¿De qué sirve darse cuenta que uno sueña cuando sueña? Por qué hay quienes persiguen el sueño lúcido y todavía quieren henchirle de inmensidad, darle de comer un mundo.

Sueño lúcido, concepto ambiguo. ¿Qué podría querer decir la palabra lucidez dentro de un sueño? Que debemos actuar a favor de nuestros intereses o, mucho menos ambicioso, tener en claro que sabemos que soñamos mientras soñamos.

Es una locura.

Como lo es pretender que hay lucidez en la vigilia. Porque ni podemos ni hacemos lo que queremos. Y en cuanto a saber que estamos despiertos mientras estamos despiertos… ¿Cómo? ¿De qué estamos despiertos?

Yo tuve un sueño lúcido una vez, mientras estaba enamorada. Y en cuanto fui consciente de estar soñando, quise hacer el amor. No me lo podía pensar dos veces, me convertí en deseo sin siquiera darme cuenta de que sucedía (de pronto ya era deseo desde hacía una eternidad). Prestísima puse manos de sueño a la obra: tomé un autobús que iba para su casa y desperté a medio camino.

Tonta.

¿Por qué no me aparecí de la nada en tu habitación, como lo haría una diosa?