viernes, 25 de octubre de 2013

OCTUBRE

Fui por ese café gratuito, el que Starbucks me ofreció vía mail como parte de su programa “Starbucks rewards”. Hace mucho que no consumo ahí, y cuando me veo en la “necesidad”, no uso su tarjeta (hay que cargarle efectivo). Me llevé un libro. Lo del café gratis lo sabía desde la semana pasada pero hoy, después de tres días de nublados y fresco, salió el sol. El plan se tejió solo, hasta me presentó un Starbucks cercano, frente a un parque con fuente en la Roma Norte. Quise sentarme en las mesas exteriores, y lo hice, pero pronto me ahuyentó la gente. A mí derecha, un hombre de saco y camisa a rayas que desagradaba sin tener que abrir la boca. Así de clara era su impaciencia con el exterior. Su molestia hecha celular, una cajetilla de Marlboro, el resoplido al exhalar tabaco. A la izquierda podía escuchar la conversación de una intrigosa. Una mujer obesa de mediana edad envenenando los oídos de un hombre unos cuantos años más joven que ella. No era amanerado. Bueno, su peinado sí. No alcanzaba a escuchar todo. Este Starbucks está en una esquina (como tantos otros Starbucks). El ruido de los coches y el tono de confidencia que utilizaba la mujer superaban mi capacidad auditiva. Nada detestable, por cierto. “¿Te das cuenta?” –le preguntaba al del peinado amanerado- “Es una forma muy sutil de decir que no piensas…” (*coches, claxon*) (…) “Nada es lógico. Nada es obvio.” En este momento hizo una pausa para comer tejas de almendra, un paquete de galletas que compartía con su interlocutor. Este acto llamó mi atención: es importante compartir la comida con quien se intriga, pasársela bien de alguna forma. “Yo no creo que mañana, si le digo que…” (*inaudible*) Mientras ella hablaba, el chico parecía no tomarse muy en serio sus palabras. Su cara indicaba que no le creía del todo, la veía como quien mira alguien a quien cree que exagera. Pero cuando fue su turno de hablar, de cantar la historia desde su propios ojos, en hacerle creer a ella que estaban en el mismo bando se empezó a escuchar coherente. Sí, eran parte del mismo bando; cada quien con sus motivos muy personales y que no compartían pero confrontados por el mismo enemigo, el jefe de oficina.

En las manos tenía el libro que acaba de publicar Stefan, El discreto encanto de la modernidad (me parece un título muy bello para el texto que completa la portada: ideologías contemporáneas y su crítica). Así es Stefan. Apenas había leído la primer frase y ya me había atrapado, qué manera de mostrar el abismo, sin titubeos, con el primer enunciado; cuando, una mujer me llamó: “te echo las cartas, te leo la mano”. La miré a los ojos, y de todas formas negué de inmediato con la cabeza. Ella no gastó ni un gesto más en mí y ofreció sus servicios al aire, entre el tipo desagradable y una pareja que ocupaba la siguiente mesa. Me pregunté, ¿qué clase de persona pasa ofreciendo leer la mano? ¿Cómo vive, qué come? Pensé en sus ojos claros, no los vi más de dos segundos, pero los vi directo. Con albedrío. Eran claros, entre el olivo y la miel. No era una mujer fea; mayor, pero delgada y de tez suave. De inmediato sentí que aunque no tuviera el don que promete quien lee las manos, tal vez, sí creyera tener cierta habilidad, y con eso basta para tener una conversación medianamente valiosa. Quise alcanzarla. Me levanté lo más rápido posible, aún así ya iba lejos, cruzando el parque. Era rápida como un balón pateado. Un balón a medio inflar. Yo no iba a correr. Que no se me malinterprete, no estoy hablando únicamente de correr, sino de correr para entregar mi dinero en una transacción ambigua y con el libro de Stefan en las manos, una conversación seguro brillante. Ya que me había levantado pudo recordar cuál era el motivo original, el más puro, del por qué me encontraba en el Starbucks con un frappuchino cajeta, el libro de Stefan en las manos, escuchando conversaciones ajenas y espiando personas: porque hoy salió el sol.

Me senté en la banca en la que nadie había, precisamente porque el sol daba de lleno. Eran las 3:30 pm. Una camiseta de algodón de manga corta no me protegía del viento fresco ni de la humedad en la sombra de los árboles (el clima en días pasados, las lluvias y el fresco no se olvidan con medio día de sol), tenía las manos frías y la piel de los brazos erizada. Muy pronto vino el alivio. ¡Cuánto me gusta sentir los rayos del sol en la piel! Y si además la piel está fría, es como un baño tibio al aire libre. Mi primer recuerdo es así: vivíamos en Aguazul -un pequeño poblado delante de Apaseo el Alto-, al centro de la casa había un jardín con el tamaño suficiente para albergar unos tres árboles de aguacate, seis o siete de níspero, un perímetro de rosales y una sombrilla. Mi mamá ponía una tina de plástico rosa con agua tibia y me bañaba ahí, en el pastito. Hace poco, conversando con ella, le dije que recordaba cuando me bañaba en el jardín de la casa de Aguazul. Lo que veo es un cielo muy azul con nubes blancas (de las esponjositas), la tina rosa chicle y a “Topo”, el perrillo gruñón que años después me mordió la mano. Mi mamá se sorprendió: “Esa era tu tina de bebé, no tendrías ni dos años.” Entonces lo entendí. Lo que enferma mi piel es no tener suficiente sol. El año pasado, en lo que considero un momento estresante en mi vida, tuve un brote de soriasis. Era una pequeña mancha en el abdomen, no mayor a una moneda de diez centavos, y otra, de un peso, en el costado. Me dijeron que no había cura; más bien, que la medicina no era efectiva en estos casos. Lo mejor era tratar de relajarse y probar con algún homeópata. Eventualmente se me quitó. Desapareció con el tiempo, pero le llevó meses. Me preocupaba que no sanara, que pudiera ser una mala señal de mi estado de ánimo. Llegué a soñar que todo el cuerpo se me llenaba de soriasis. Pero un día, como la llegada de la primavera, desapareció. Por eso digo que lo entendí. Ahora todo cuadra. Hace una semana tuve otro ataque en la piel, unas ronchitas casi invisibles en los brazos pero que me daban comezón. La temporada de lluvias me dejó débil. Me gusta la lluvia. Pero tanta lluvia marchita mi carácter alegre, mi carácter que camina y se echa a dormir y a leer en el pasto. En general, pienso que el clima de la Ciudad de México nos mantiene sanos. Es variado. El año pasado, cuando me enfermé de la piel, fue en estas mismas fechas. Y en noviembre, en Japón, tuve tregua porque aunque allá hacía mucho frío, me mantuve activa y cada que pude me senté a tomar el sol y ver el paisaje. Lástima que no pude seguir tomando el sol cuando volví a México.

El sol es mi padre.

Es bueno ser hijo de madres no tan jóvenes al momento de parir.

Finalmente, de regreso a casa tuve un descubrimiento más. Cuando uno está asombrado, se olvida de respirar. Por eso el olfato se guarda como un sentido para la vejez, que no se deteriora o que se fortalece cuando la vista y el oído han fallado. Mi caminata fue muy veloz, mientras leía en la banca y tomaba todo el sol que podía (ahora sé que así me terminaré de curar por completo), una mujer me vendió una planta (mi primer planta en la vida, se llama “De Sol y De Sombra”), al tener que cargar con ella, lo mejor era caminar rápido, era incómoda de llevar y algo pesada. Recordé el yoga: “respira profundo, desde el ombligo”. Respirar profundo trae a nuestra mente los pensamientos del olfato, integra el mundo de los olores a la percepción. Evitar respirar profundo es una forma de cerrarse a la vida. Hoy, desde hace rato, haré consciencia una y otra vez de abrir bien la nariz, de enfocarla con valor.

viernes, 4 de octubre de 2013

La importancia del sueño lúcido

¿De qué sirve darse cuenta que uno sueña cuando sueña? Por qué hay quienes persiguen el sueño lúcido y todavía quieren henchirle de inmensidad, darle de comer un mundo.

Sueño lúcido, concepto ambiguo. ¿Qué podría querer decir la palabra lucidez dentro de un sueño? Que debemos actuar a favor de nuestros intereses o, mucho menos ambicioso, tener en claro que sabemos que soñamos mientras soñamos.

Es una locura.

Como lo es pretender que hay lucidez en la vigilia. Porque ni podemos ni hacemos lo que queremos. Y en cuanto a saber que estamos despiertos mientras estamos despiertos… ¿Cómo? ¿De qué estamos despiertos?

Yo tuve un sueño lúcido una vez, mientras estaba enamorada. Y en cuanto fui consciente de estar soñando, quise hacer el amor. No me lo podía pensar dos veces, me convertí en deseo sin siquiera darme cuenta de que sucedía (de pronto ya era deseo desde hacía una eternidad). Prestísima puse manos de sueño a la obra: tomé un autobús que iba para su casa y desperté a medio camino.

Tonta.

¿Por qué no me aparecí de la nada en tu habitación, como lo haría una diosa?

domingo, 4 de agosto de 2013

Diario de sueños, 4 de agosto

No me voy a forzar, al despertar sabía claramente qué estaba soñando pero, inmediatamente me hablaron por teléfono y mientras más duraba la llamada, más y más fui olvidando. No me voy a forzar, podría decir que estaba en una cabina de avión sólo que, eso no era una cabina de avión; era un espacio estrecho y delicado que, ya despierta, no puedo recuperar correctamente.

Como en los sueños los objetos y los símbolos desbordan en sentidos que superan a los de la vigilia, supongo que por eso opera un olvido tan inmediato. O reconoces el sentimiento y el significado al despertar, o el sueño se esfuma por incompatibilidad con la lógica de la vigilia.

martes, 18 de junio de 2013

Bitácora del Capitán 18:06:13

Hoy conocí a alguien con Tourette. Era una mujer grande en ambos sentidos que caminaba con quien  -pobre-, adivino es su madre. Venían tranquilas, traían un pequeño radio que aparentemente mantenía de buen humor a la mujer en cuestión. Tarareaba chingaderas "qué te pasa, estúpida, ¡ya! puta estúpida" con una voz bajita, desentonada y pues sí, parecía involuntario. Aunque todo esto es una gran conjetura. 

lunes, 10 de junio de 2013

Domingo Irreal


 Trato de llevar un diario normal, pero los sueños se me desbordan. 

Hace unas horas vi un edificio con el que ya había soñado años atrás. Sucedió en Santa María la Ribera. No sé en qué calle. Es decir, no sé el nombre de la calle; sí sé de qué cuadra se trata. Mi memoria no funciona bien con los nombres. Sirve mejor para reproducir mapas. Siempre me ha sido más sencillo recordar un trayecto imaginario que retener el nombre de las calles. Es como si en mi cabeza no hubiera papel y lápiz para escribir pero me dejaron una cámara fotográfica en su lugar. No es muy buena. Como cualquier otra cámara, produce imágenes limitadas. Las fotografías a veces son algo borrosas. Otras no están bien dirigidas o son un accidente en el que solo puedes ver el azul del cielo, la grieta en una pared con medio árbol detrás, el flashazo guardado dentro de un bolso de mujer. Como nunca había estado en la zona, mi paso era lento. Mi ritmo era el del transeúnte que pretende el detalle en los ventanales de los segundos pisos y a la vez, está pendiente de su condición de extraño en territorio nuevo. Sin referencias. Estaba por terminar el trayecto que llamo “la escalera con gancho” (ese dar vuelta a la derecha, luego a la izquierda, a la derecha y, finalmente, otra vez a la derecha) cuando, detrás de la esquina -como si hubiera estado ahí agazapado, esperándome- surgió el edificio con el que ya había soñado años atrás. No se encontraba quieto, como podría esperarse de un edificio. No. Se moría de la risa. Las ramas de los árboles le hacían cosquillas y la sombra de las nubes le obligaba a guiñar los ventanales. Me quedé atónita. Sin poder respirar. En mi mente pregunté “¿qué haces tú aquí?” Y después, “¿o eres un déjà vu?” No me dejé amedrentar en exceso, no era para tanto. Como acostumbro leer durante los trayectos de la ciudad, a veces recubro algunos sitios con metáforas que le pertenecen más a los libros que a la geografía urbana (estoy habituada a que algunas imágenes cobren vida). El edificio con el que ya había soñado años atrás se puso serio y me miró con un gesto más imponente. Era todo un cara dura de ladrillo naranja y escaleras de emergencia azul industrial. Finalmente le dije “¡pero qué problemático!, ¿de dónde has salido?” Y se volvió a reír. El viento se nos unió: desgarró la pausa con un aire suavecito y ondulado. El semáforo cambió de color. Y yo, de pronto, ya había llegado a la casa de Sheba, a su sala; una taza navideña llena de café en las manos.

El corazón es un conjunto de pequeños infinitos


La arena, las estrellas, las hojas de los árboles, el oleaje, todos son pequeños infinitos.
Incontables. Continuidades numéricas que superan la vida. Aunque, también en las personas hay pequeños infinitos. Frente al mar -con toda esa inmensidad y el oleaje incansable- uno se puede preguntar: ¿cuál es el intervalo entre una ola y otra? ¿no crees que se parece al latido de tu corazón? ¿del mío? 

Más de cien mil latidos por día son nuestro pequeño infinito, un oleaje con sus propias mareas y tormentas, con su calma y su tiempo irrefrenable aún más rápido que el viento jugueteando con el mar. Cien mil latidos por día ¿y no me regalas ni uno? El corazón es una bomba. Un reloj. Un tambor. Una lámpara. Un acto espontáneo como la percepción del peligro. Es la luz que hay en tu habitación. Es un cauce de impulsos eléctricos. Es todo, porque, aquí entre nos: el corazón es un conjunto de pequeños infinitos.

domingo, 9 de junio de 2013

Flashback, cortada

Objetos que te devuelven a la infancia temerosa: un cuchillo muy bien afilado, las máquinas de escribir, cosas frágiles que le pertenecen a otros.

martes, 28 de mayo de 2013

"The Better Half" Mad Men, Episodio 9, Temporada 6

Do you feel guilty?  
—No. This happened a long time ago.


¿Quién te conoce mejor? ¿Quién está más cerca de ti, de tu corazón? No es tu pareja (no puede serlo); no es alguien de la familia (a quien constantemente proteges de ti mismo) y; no se trata de un amigo (¡ah! los amigos). La vida es terrible. Un contrasentido tras otro, ¿qué más se puede esperar sino una paradoja? La persona que mejor te conoce, la que está más cerca de ti, suele ser la misma que ya no te soporta. Alguien que alguna vez te quiso pero, con el tiempo, tuvo que dejar de hacerlo.

Nosotros mismos hemos sido esa persona. Alguna vez, todos hemos amado a alguien que nos dejó. Y le odiamos por eso. Después, si con el tiempo le consentimos el perdón (que es más olvido que otra cosa), cierta normalidad regresa. Las cosas no son como eran antes del amor pero, son como son después del amor. Es decir, por lo menos no son presente. Habemos quienes, incluso, tratamos con los nuevos amantes de nuestro antiguo amante y llegamos al extremo de conocerles a través de él. Como una imagen que se observa a través de un espejo. No se trata de lo que el antiguo amante nos dice acerca de sus parejas nuevas, no. Se trata de poder ver a los nuevos interpretar un papel que ya tuvimos nosotros.

Después de Don, a Betty le cuesta volver a ser ella. Se le veía amarga, fuera de forma. El resentimiento para con él y Megan era notable. Pero eso se acabó. En The Better Half, Betty por fin está en otro lugar y puede mirar de lejos. La frase que le suelta a Don (en la cama, después de un reencuentro que a los espectadores nos sabe demasiado bien por lo que hay de conocido y añejo; de recuerdo que se materializa) es escalofriante:

That poor girl. She doesn’t know that loving you is the worst way to get to you.

Solo Betty, quien amó y odió a Don puede conocerle así (¡a través de Megan y de sí misma!).

Las personas somos un lugar. Con nuestras planicies y nuestros riscos, con su día y su noche. Estamos hechos de caminos inevitables. Caminos bien conocidos por quienes nos rodean, obligados a pasar tantas veces por allí.

Betty aprendió cómo es Don y ahora puede manejarlo de la mejor manera. Por ejemplo, no le dice a Bobby que su padre lo llevará de campamento (para qué provocar los desencantos, los plantones); mejor guarda silencio y, si de milagro aparece Don, puede embellecer aún más el momento (que de hecho es lo que hace). Cuando Bobby le cuestiona a Betty por qué no le dijo que su papá vendría, ella responde con una sonrisa magnífica: “porque quería que fuera una sorpresa”. Y en verdad lo es.

The Better Half son aquellos amantes que ya no son nuestros amantes (Campbell y Roger lo saben). Se trata de aquellos que nos conocen lo suficiente como para no querer quedarse ni una vez más.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Eucalipto

Empecé la recolección de especies vegetales de la que te había hablado. Como la casa de Alejandra está rodeada de enormes eucaliptos, no fue difícil proveerme -sin mayor esfuerzo- de mi primer especímen. Además son árboles que conozco muy bien desde la infancia. Les tengo afecto. Checa ésto:

Provienen de Australia y son de rápido crecimiento así que se utilizan para reforestar y para explotación por parte de la industria papelera.

Nunca he visto su fruto. Según la wikipedia se trata de una cápsula de color casi negro con una tapa gris azulada que contiene una gran cantidad de semillas (voy a buscarlo).

Ahora piensa en esto: su aspecto es seco, llegan a medir más de 60 metros de altura (se habla de ejemplares ya desaparecidos que han alcanzado los 150 metros) y son muy delgados, por tanto, son de fácil combustión. En bosques densos de eucaliptos las llamas de un incendio pueden alcanzar más de 300 metros de altura.

Tú eres como un eucalipto.

lunes, 6 de mayo de 2013

Feliz Cumpleaños Freud

Ese momento del día en que Sigmund Freud te hace sentir especial porque puedes imaginarlo divertido e interesado mientras le cuentas tus sueños.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Polvo

Existe un tipo de desorden que dista mucho de asemejarse al desorden producto de la pereza o la suciedad. Éste se puede encontrar en la habitación de ciertas jóvenes féminas. Dichas jóvenes féminas despiertan una mañana nublada y cuando miran el reloj no lo reconocen, les parece un objeto distante al compás de algo que no tiene ningún sentido. Ese día no hacen la cama. Sumidas en la monstruosidad de los hechos matutinos, en la bruma que provoca el vapor del baño; se irán sin recoger el kleenex que lanzaron y no atinó a entrar en el cesto de la basura -además de una considerable cantidad de ropa sobre el sillón-.

Así por meses.

Sin ser religiosas, las cruces y virgencitas que les regalaron en su primera comunión estarán desperdigadas por toda la habitación. Los zapatos, libros, fotos, collares en la alfombra: orden en el desorden. Libros con flores secas, maquillaje hecho trozos. Vasos de agua vieja.

Son las que, llegada la noche, se ponen un camisón suave que les regale algunas caricias anónimas a sus pequeños senos. Leen a Leonora Carrington y se rodean de criaturas despiadadas que solo a ellas sonríen mientras les chorrea sangre de los dientes. Los grillos vibran furiosamente a su alrededor y eso las inquieta.

Por último, pasado un año, una fina capa de polvo va a convertirse en su único sentido de la orientación: identificaran fácilmente las ausencias o movimientos de las cosas porque éstas habrán dejado su sello, su marca de polvito en la superficie que las sostenía.

¿Conoces a alguien así? Es melancólica pero no la desprecies, que el resto, las mujeres ordenadas, son eso precisamente: mujeres ordenadas. Polvo bajo la cama.

lunes, 22 de abril de 2013

Leer es como traducir

"Traduttore-traditore". Traducir es traicionar, pues se pierden los sonidos secundarios, concomitantes y no expresados de las lenguas. Además, entre elegir ser fieles a la palabra, la forma o el sentido, también hay un desajuste en el texto. En fin, siempre se extravía el estilo del original.

Por ejemplo, en la poesía, siempre hay un término medio entre traducir e imitar.

Así, el verdadero objetivo de la traducción debería ser la superación de la distancia. La distancia temporal que hay entre las lenguas; la del autor con el traductor; la de éstos dos últimos con el lector mismo... ¡para que no todo sea una pérdida! porque el arte puede salvar todas las distancias, aunque lo intraducible esté latente.

Entonces, parece posible ganar algo, ya sea en la interpretación, ya en el hecho de dar a conocer a otros el texto en cuestión. También, cuando lo traducido no se trata de otra cosa más que del conocimiento por sí mismo (como en los textos especializados que deben transmitir información puntual y, que ante todo, requieren de una comprensión correcta). Y, en el caso de las grandes traducciones literarias, hay una posibilidad de que el lector ni siquiera note las diferencias (el concepto de literatura universal es inseparable de las traducciones, de hecho, es simultáneo a la extensión de la novela).

La literatura requiere de la traducción. En niveles diferentes, leer y traducir son una misma operación hermenéutica: la interpretación.

martes, 9 de abril de 2013

Cumpleaños

Víctor faltó a clases, es el único hombre en nuestro pequeño grupo. Así pues, hoy sólo éramos cuatro mujeres y la sensei. Hablamos sobre las manifestaciones artísticas en Japón después de la Segunda Guerra Mundial: Mishima, Kôbô Abe y Kenzaburo Oe. Como el fin de semana fue cumpleaños de la sensei, Myriam llevó té negro y fresas con chocolate al salón. Estudiantes y profesora, fruta dulce de por medio, la guerra y el arte. El atardecer. Kôbô Abe: "Cuando uno empieza a sentir que la paciencia es la derrota, está en el comienzo de la derrota". Después, la sensei -que es contemporánea de estos hombres- nos regaló con una anécdota personal. Trata de cuando se hicieron públicos los primeros relatos de gente enferma por radiación. Recordó un video en el que una mujer apenas se tocaba la cabeza y un mechón de cabellos se desprendía con terrible facilidad. Dijo que la impresión que ese video le causó fue tan grave que cada mañana, frente al espejo, tiraba de su propio cabello para comprobar que se quedaba ahí.

sábado, 30 de marzo de 2013

En la orilla donde acaba

La ciudad y la noche son un sueño en el que los ventanales de los edificios reflejan los faros en lugar de las estrellas. Las bocanadas de tabaco son como el fantasma de un cachalote que surca las aguas negras de este cielo citadino. Lo bello brota fácil porque se colora ante la  muerte y las sombras. Me gusta más así, que nada tenga que ver con el pasto y las flores, ni con la supervivencia.

Música, y que el auto no pare de avanzar, manejado por quién sabe quién.

jueves, 28 de marzo de 2013

Transición del beso

M. inclinó su rostro hacia el de K. Lentamente. Desde que pudo percibir la temperatura de sus labios hasta que sintió el roce de su piel, la respiración acompasada y profunda de ambos se entrelazó en tres ocasiones. No hizo más, no podía. Sólo descansó su boca en la boca de él por un largo tiempo. Así fue como M. besó a K. Llena de un profundo placer. Quietecita.

Después K. besó a M.

Lo hizo de tantas formas. Formas nuevas, desconocidas e irrepetibles. Nuevas. Una primera ronda seguida de otra más larga aún, seguida de otra bien ordenada, de otra bien probada en la que cabía una serie más, cada una diferente de la anterior. Como una niña sorprendida por la abundancia que emanaba de sus besos -su lengua, la fuerza, la ausencia de ésta, el ritmo, la inclinación de su rostro, la humedad- abrió los ojos. Los labios también, la sonrisa.

domingo, 24 de marzo de 2013

Empatía al cubo (transferencia electrónica)

Es terrible que la capacidad de manipular efectivamente a las personas requiera de una inteligencia excepcional para hacerlo. Que peligroso. Me siento confundida. Hay personas que son un abismo. Ambiguas, calladas, mentirosas, fáciles de querer, de compadecer, de perdonar. Personas que explotan lo mejor de ti.
¿Entendiste?
Explotan lo mejor de ti.

sábado, 23 de marzo de 2013

Apunte en el diario

El viernes pasado subí a la Sky Tree, en Tokyo; en 2011 era la torre más alta del mundo. Estuve en el piso 350 (se puede subir hasta el 450 pero es más caro). A esa altura es posible ver la curvatura del planeta… Imagínate.
En contraste, ayer visité la Torre Tokyo, símbolo urbano durante mucho tiempo (es donde se reúnen las Sailor Moon ¿te acuerdas?). Fue muy melancólico. Llegué de noche, hacía frío y el cielo parecía albergar una tormenta. Me sentía cansada, las 12 horas previas caminé y caminé por Harajuku… Al emerger del subterráneo, si, lo primero que vi fue la torre. Estaba ahí, si. Pero era tan pequeña. Y desolada en comparación. Su iluminación eran unos cuantos focos rojos con violeta; mientras la SkyTree está bañada en luz blanca y azul galáctico. Apenas pude tomar dos o tres fotos… pretendía tomar una más cuando en la pantalla de la cámara vi como se oscureció la base de la torre. Cada minuto la oscuridad avanzó más y más, la parte media, el mirador, la parte superior y, finalmente, la punta de la estructura.
Quedó el vacío, la noche entera y a la vez no.
El invierno ya casi llega. De Japón siempre te dirán que sus estaciones son muy notorias, muy características. Al llegar aquí vi el momiji (las hojas amarillas y rojas flotando al viento, entregadas al otoño que fenece) y ahora, los árboles están desnudos, como si de troncos muertos se tratase. ¿O es que entraron en coma? Me parece de lo más normal que uno tema que jamás vayan a despertar otra vez. Ha de ser increíble verlos revivir a través de las flores del sakura.
Debajo de una enramada altísima, misteriosa e invernal, pude ver la Torre Tokyo disminuida por la vida de la ciudad y sus recuerdos, las nubes cargadas de nieve flotaban detrás, por encima, por debajo de la piel… y, para no perder la costumbre, quise morir aquí. Ahora. En el bello Japón.

Sobre compartir la cama

Era un calor que te pertenecía, que no me imponías, que me tocaba sin invadirme.

viernes, 15 de marzo de 2013

Bajo perfil

A tu lado me veo obligada a querer más hacia dentro que hacia fuera, lo cual tal vez signifique sólo una cosa: he tenido que aprender a querer por encima de los demás.

miércoles, 13 de marzo de 2013

¿Hago mal en interpretar esto como halagos de tu parte?

A mí si me gustan las caricias que me haces con tu conversación. Cuando te confesé que no había leído a Juan José Arreola porque tuve un maestro que se llamaba igual, que no me caí muy bien, me dijiste con mucha amabilidad: “esas son las verdaderas razones, las que nos mueven”.
Lo dijiste con un tono tan dulce. Tanto que, a pesar de haberme sentido avergonzada, te creí. Así fue como, en un intento de compensación rápida te respondí: “Arreola me está gustando mucho, tal vez, ahora, hasta comience a pensar con cariño en aquel profesor, su homónimo.”
Y tú no quitaste el dedo del renglón: “Es probable. Entre los grandes cineastas es bien sabido que el orden de la narración es el que da la pauta para el gusto o el disgusto. De haber conocido primero a Arreola, el escritor, tal vez hubieras sentido mayor simpatía por el profesor.
Anda, sígueme platicando: ¿Hago mal en interpretar esto como halagos de tu parte?

lunes, 7 de enero de 2013

Pretextos para el caos

Tardé casi una hora en darme cuenta que me había perdido, otra más en asimilar que el grupo me había abandonado… Tres horas de caminata inconsciente, feliz como perra extraviada… Y una hora más en lograr volver al hotel.

Seis horas a cambio de 60 segundos; porque no pudo haber durado más de un minuto: cuando entré a esa habitación irrepetible del Glover Garden y empezó a sonar Madam Butterfly, ¡con lo que me gusta! El llanto me hizo correr a esconderme… y el resto ya te lo dije, no me pude encontrar en lo que quedó del día.

Nagasaki, 30 de noviembre.

Empieza con D y termina con d

Tu cuerpo suave no pesa en mi cama. Liviano. Como el sueño que no te permití tener. Frágil. Tanto que mis caricias te hacían temblar como alas de mariposa; terriblemente vivas, dolorosamente rotas, inconscientes y absolutas. Tan suave. A mi merced insomne y obsesiva. ¿Qué voy a hacer con todo este amor que no puedes ver? Al que repele la alarma del despertador…

Vancouver - Narita

Despegamos alrededor de las 11 de la mañana pero, tratándose de un vuelo de conexión -proveniente desde la Ciudad de México, con el día previo plagado de pendientes, dos horas atorada en Insurgentes y varios desvelos- en cuanto el avión se estabilizó, me quedé dormida. Pasado un amasijo de minutos incalculable, desperté. El interior del 747 estaba oscuro, todos los pasajeros en ventanilla, al igual que yo, la mantenían cerrada. No estaba pensando en nada, fue más inercia que consciencia y más suerte que curiosidad: puse el mapa como quien mira su reloj sin ver la hora. Elegí aquél en el que es posible visualizar el espacio aéreo en tiempo real y, por ende, se puede identificar en el mapamundi la zona que el avión sobrevuela al momento. Nos encontrábamos más al norte de lo esperado, apenas por debajo de El Estrecho de Bering. De un manotazo urgente y curioso quité la persiana de la ventanilla: la luz me quemó los ojos. Blanco total. Tuve que cerrarla de inmediato; no quería molestar a nadie (el avión estaba atestado de japoneses dormitando). Ha de haber sido como si alguien tirara una foto con flash en la cara de los más próximos. Me preparé para un segundo intento mucho más cuidadoso. Coloqué la abultada capucha del abrigo sobre mis hombros, abrí la persiana un poquito y pegué la cara al vidrio para absorber el impacto de luz. Como diría mi abuela, “el ojo habanero” por la luz que ardía, por la visión que me quemaba. Encima del avión había un mar de nubes, infinito hasta el horizonte. Y debajo, debajo había nieve, picos nevados, ríos que partían bloques de hielo inmensos, oscuro oleaje. Mucho movimiento y mucha quietud. Ningún árbol, por ejemplo. En el mar intuí los moluscos que sobreviven a las temperaturas árticas y los mamíferos gigantes que los devoran. No se cómo decirlo, era un reino nuevo y a la vez no porque me lo apropié de inmediato. Como si toda esa soledad solo pudiera ser habitada por mi existencia. Como si ya la hubiera soñado antes. Ignoro cuanto tiempo estuve así… el suficiente para llamar la atención de otros pasajeros y ellos, a su vez, la de la azafata que vino a pedirme con muchísimo tacto (se lo reconozco) que cerrara la persiana. Ella incluso ofreció dejarme mirar un rato más en la ventanilla de la parte trasera del avión -en donde están los servicios- conmovida por mi gesto infantil. Gesto ególatra; avergonzado al descubrir que la rendija de persiana que abrí en un principio había crecido demasiado en su insuficiencia. Ya no quise. Me dieron ganas de llorar. Pensé en ti y me volví a dormir.

Fragmentos de nuestra locura

Cuando uno sufre de una enfermedad nerviosa, la recomendación del médico y los amigos siempre es la misma: tienes que relajarte. Ser consciente de estar en una situación emocional tan precaria es desalentador: irónicamente, la única causa de ansiedad que puede identificarse con plena certidumbre es la necesidad de relajarse, de no ponerse nervioso. Lo cual termina por activar un círculo de preocupaciones infundadas o no. La terrible sensación de no tener que estar nerviosa es tan odiosa como estar nerviosa; sufrir esta condena psicológica es algo que podría postrar al más fuerte.